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Hace años que he dejado de surcar los cielos dormida 3r76m

Hace años que he dejado de surcar los cielos dormida 3r76m


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Acabo de ver un documental sobre el creador de Los Soprano, David Chase. 

La serie significó en su momento, junto a otras joyas iniciáticas como The Wire o A dos metros bajo tierra, el despertar a un paisaje audiovisual que dejaría en mí una sutil huella de felicidad. No lo supe hasta ayer cuando al reencontrarme con los actores, las escenas, las localizaciones me pellizcó un no sé qué nostálgico.

El documental comienza con una pregunta a Chase. ¿Cuál dirías que es tu primer recuerdo? Él contesta; mi primer recuerdo es un sueño.

Mi primer sueño, en cambio, es un recuerdo. 

Volaba. Intentaba cruzar el atlántico. Corría y saltaba al final de la Casa Municipal de mi pueblo. Allí donde la tierra cedía en terraplén yo batía los brazos fuerte dejándome guiar por el viento sobre los tejados de doble agua, sobre las copas redondas de los naranjos, sobre el humo de las hogueras que quemaban matojos y malas hierbas, sobre los campos irregulares verdes de tanta lluvia.

Continuaba veloz hasta las puertas de la ciudad. Los edificios de cinco y seis plantas me impedían el paso, entonces, tomaba cuidado de elevarme para no chocar; más arriba el aire se sentía frío y podía ver las calles que llevaban a mi colegio, muy pequeñas, como las vías del tren de juguete de mi primo y tras el telón de ventanas y balcones, el mar inmenso.

Sobrevolar el océano me inquietaba y a pesar de ello no miraba atrás, sólo podía ver hacia delante, ir hacia aquel horizonte que no alcanzaba, dejando a mi espalda todas las cosas que por aquel entonces me atormentaban: mis inconfesables vergüenzas, mis infantiles temores. En algún momento sobre el océano me despertaba. Ahí terminaba el sueño.

Hace años que he dejado de surcar los cielos dormida. Años. Aquello forma parte de mi catálogo de recuerdos. Como el final del primer capítulo de los Soprano.

Tony, el gánster protagonista, un tipo grande y violento se levanta una mañana para tirarles pan a los patos silvestres que, para su asombro, hace meses que nadan en su piscina. Sale en calzoncillos y bata con la satisfacción de experimentar de nuevo el ritual que se repite a primera hora del día en su jardín. Hasta esa mañana. En cuanto Tony se acerca, los patos salvajes, sin motivo aparente, aletean fuerte y emprenden el vuelo entre las copas de los abetos de New Jersey.  La cámara sigue por un momento a las aves que se pierden como pequeñas motas de polvo en el cielo para  regresar en primer plano a Tony. Las lágrimas caen por su cara. Toca volver a las inconfesables vergüenzas, a los infantiles temores. Se ha terminado su sueño.


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